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¿Es la historia, literatura?

¿Es la historia, literatura?

enero 24, 2018
Noticias Prensa

 

El Universal | 24 enero 2018 | http://www.eluniversal.com.mx/columna/christopher-dominguez

Practicante de ambos oficios, el de historiador y el de novelista, Ivan Jablonka (París, 1973) logra, en La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales (FCE, 2014), un convincente alegato que llama a lograr, al fin, la paz perpetua entre ambas disciplinas del espíritu. Ni Herodoto era tan poeta como lo calificaron sus enemigos Tucídides y Polibio, ni la historia, ajena a la pompa y a la tragedia de la que uno y otro se sirvieron. Fue a partir de 1860 cuando la historia se destetó de la novela y reaccionó furiosa, la escuela alemana al frente, contra la supuesta mala nutrición recibida con las nodrizas de Scott y Balzac. Tiempo atrás, desde Bayle y su Diccionario (1697), en los albores de las Luces, se había urgido a los historiadores a alejarse de la historia—elocuencia y de la historia—panegírico. Pero no fue tan fácil espantar a rétores y rapsodas del vecindario de los historiadores, y el romanticismo francés volvió promiscua esa cercanía, según nos advierte Jablonka. Si las memorias de Chateaubriand o las de Primo Levi, “son más históricas que las novelas de capa y espada, no es porque hablen de Napoleón o Auschwitz, sino porque producen un razonamiento histórico”.

Para emanciparse de la novela histórica —o de su sucedáneo “sociológico” o naturalista, el de Zola— los nuevos historiadores propusieron un syllabus cientificista basado en la imparcialidad del sabio, la expulsión del yo del discurso historiográfico, la transparencia en el estilo (se recomendaba tener como maestro al César de los Comentarios aunque sea, paradójicamente, el más imparcial de los testigos) y la universalidad, que en esa época, cosa curiosa, no estaba reñida con el nacionalismo vociferante de muchos historiadores, sino pretendía usurpar la omnisciencia de Dios.

Aunque ese objetivismo académico (cuyo caudillo fue Ranke) gozó de buena salud y fue copiado por quienes se identificaron con esa inesperada creatura, primero hegeliana y luego rusa, que fue el marxismo, lo esperaba la fiera oposición de Nietzsche, cuyo postulado —la relatividad de toda interpretación— se adueñó del siglo XX, dejando a la historia en una incómoda posición. Si los historiadores abandonaban toda veleidad literaria, convertían a su “ciencia” en una rama de la economía o en un método estadístico y su neutralidad podía ser cuestionada de raíz por cualquiera quien se nutriera de los llamados “maestros de la sospecha” (Marx, Nietzsche, Freud). Y si juraban por el ultra relativismo, llegaban a la conclusión de que toda historia es falsa, es decir, literaria; y que la historia, parafraseando a Barthes, como el lenguaje, es fascista por representar los intereses de la clase dominante, la visión de los vencedores. La historia quedó condenada, dice Jablonka, a ser la eterna prisionera del discurso. Siendo, así, el llamado “giro lingüístico” abogó por una disolución de la historia con mayúsculas, diluyéndola en los estudios culturales, olla podrida o cajón de sastre donde se narraban, de preferencia, todas las historias, siempre en plural, de los humillados y ofendidos… justiciero camino que regresaba, a la propia historia, si no a la literatura, sí, al menos, a la narratividad y sus sucedáneos orales, multidisciplinarios, etc.

Ese libro que todos amamos tanto, la Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX (1973), de Hayden White, hizo del relativismo histórico un adorable y a la postre suicida manierismo. Al enumerar las formas narrativas de la ficción histórica, White convirtió a la historiografía en una literatura con falsa (o mala) conciencia. Siendo composición, artificio o estrategia, leemos en La historia es una literatura contemporánea, White despojó a la historia de todo “régimen cognitivo propio”, regresándola al pirronismo del siglo XVII, cuando se tuvo por cierto que “la historia no puede llegar a ninguna verdad, porque la verdad no es de este mundo, y no hay criterio alguno para arbitrar entre las diferentes versiones de los hechos. Incapaz de certeza, debe conformarse con enunciar lo verosímil y describir las pasiones de los hombres”. Música, aún en nuestros días, en los oídos de los departamentos de estudios culturales de las universidades, miel para su desayuno contra factual y contra canónico.

Grandes historiadores del pasado fin de siglo, como Arnaldo Momigliano, Carlo Ginzburg y Roger Chartier, combatieron, con éxito, ese “dandismo nihilista y escepticismo paranoico”, según Jablonka, especialista en el Holocausto y autor de la biografía de sus abuelos asesinados en Auschwitz. La teoría de White, contra su propio propósito y el de tantos de sus sofisticados seguidores, alimentó el negacionismo. ¿No fueron acaso las cámaras de gas, otro “discurso”, dijeron y dicen quienes creen los campos un invento propio de la eterna conspiración judía?

Para Jablonka sólo los hechos probados salvan al historiador de la tentación relativista. Y como lo ratifican no sólo los Chateaubriand y los Primo Levi, para hablar de literatos, sino historiadores como Marc Bloch y Timothy Snyder, una vez corroborados y documentados los hechos, la literatura, no sólo como criterio de veracidad, sino en tanto que saber del alma, contribuye a la buena historia. No ha habido avances historiográficos notables sin el impulso de la gran literatura, desde Homero y Balzac hasta Kundera y Vargas Llosa. Hizo bien la historia en liberarse de la novela decimonónica y después, la llamada “tercera cultura” (las ciencias sociales), fracasado su intento de devorar a la crítica literaria, mantiene una tensa y fértil relación con la literatura. En el mundo de las noticias falsas, “el hecho irreversible, la realidad obtusa, el desenlace de los acontecimientos”, la prueba misma, compromete la responsabilidad política —liberal— de los historiadores, concluye Ivan Jablonka.

En La historia es una literatura contemporánea, se defiende la imposibilidad de hacer historia sin recurrir a los procedimientos literarios. Inclusive, Fernand Braudel, cuya obra histórica pasó por culmen de la cientificidad en los años de oro del post estructuralismo, recurrió a un recurso que después se volvería, de tan literario, un lugar común en los malos novelistas, tomando el Mar Mediterráneo por sujeto de su historia de Felipe II. Es culpable también, el gran historiador, de cierto desprecio de la historia documental pues aquel ameritado rey nunca pensó ni la política, ni la religión ni su propia historia contemporánea, en términos de “lo mediterráneo”. Braudel, con su buena pluma, recurrió a una efectiva y pomposa, muy francesa “ficción de método”, en justicia temerosa del abismo entre la realidad y la fantasía, pues omitir esa separación es el fin de las ciencias sociales, su transformación en propaganda.

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