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La “neurona mexicana” nos hace imaginativos, fiesteros, algo cínicos, afirma Ranulfo Romo

La “neurona mexicana” nos hace imaginativos, fiesteros, algo cínicos, afirma Ranulfo Romo

mayo 14, 2018
Noticias Prensa

 

Crónica | 14 mayo 2018

  • El Colegio Nacional. El doctor en Neurociencias Ranulfo Romo es uno de los científicos más renombrados en su área. Con sus investigaciones identificó dónde están las neuronas de la recompensa, de la memoria y de la toma de decisiones, entre otros descubrimientos. Los resultados fueron publicados en Nature y le dieron reconocimiento mundial.

Ures es llamada “la Atenas” de Sonora. Ahí nació el 28 de agosto de 1954 el ahora doctor en Neurociencias, Ranulfo Romo. Ese sobrenombre de su ciudad natal es una coincidencia que marcaría su vida profesional: Ranulfo se convertiría en científico y las tesis sobre el cerebro que el filósofo y matemático griego Demócrito postularía hace más de 2 mil años, él las comprobaría.

Su trabajo lo realiza en el Instituto de Fisiología Celular de la UNAM y lo llevó identificar dónde están las neuronas de la recompensa, de la memoria y de la toma de decisiones. Estos hallagos fueron publicados en Nature y le dieron reconocimiento mundial. Es integrante de instituciones científicas de EU y Europa, pero, lo que más le satisfice, es ser miembro de El Colegio Nacional.

La historia comienza en Ures, municipio sonorense donde vive su familia desde el siglo XIX, probablemente desde antes. Está a 60 kilómetros de Hermosillo, donde en los años 50 del siglo pasado, la comunicación con Ures era por tierra, no había pavimento.

De su ciudad natal, Ranulfo recuerda sus olores y paisajes, “me siguen atrayendo mucho. Ahí vivieron mis abuelos paternos Jesús Romo y Joesfina Ruiz y maternos Bernando Trujillo y Esther Cortés que se dedicaban a la ganadería; mis padres Raúl Romo y María de Jesús Trujillo y tíos. Es una región bonita en las faldas de la Sierra Madre Occidental, tiene mucha agua que escurre de las montañas, por lo que a orillas del río, todo es un vergel: lleno de álamos centenarios y tierras para la agricultura”.

De ahí salió a los nueve años. Su padre compró un terreno en la Costa de Hermosillo, que no le agradó porque era inhóspito. “No conocía a la gente y dejaba a mis abuelos, a los amigos y la escuela, pero rápidamente me adapté al sitio por sus enormes trigales. Viví ahí dos años y por cierto iba a dejar la primaria, porque no me gustaba la escuela. Cuando iba iniciar el sexto grado, le dije a mamá: ya no quiero estudiar. Ella me respondió: ‘está bien’”.

Al saber esto, el maestro de la primaria, Heriberto Gutiérrez Bustamante, habló con sus padres para saber qué le pasaba, si estaba deprimido. Supo que no, porque Ranulfo se dedicaba a cuidar vacas, subir a tractores y máquinas trilladoras, pero un día, a dos meses de iniciado el curso, miró a los niños que venían muy contentos de la escuela. Envidió su alegría y le pidió a su madre preparar sus útiles: “Voy a regresar a la escuela”.

Al terminar la primaria, Ranulfo se enfrenta a otro conflicto: no había secundaria y debía regresar a Ures. Fue algo terrible: “¿Cómo voy a dejar a mi mamá, hermanos, las vacas, los trigales…”.  Su hermana —María Elena, ya fallecida— era maestra, lo inscribió y convenció de que fuera a la secundaria. “Hice el examen de admisión y, para mi mala suerte, aprobé. No quería pasarlo y quedarme con mis padres”.

— En esos años, a qué jugaba el niño Ranulfo Romo.

— Beisbol y basquetbol. El futbol ni lo conocíamos porque no teníamos televisión. Era pitcher y soy ambidiestro. Usaba las manos izquierda y derecha para tirar la bola y bateaba por ambos perfiles. Mis lanzamientos preferidos eran las curvas y las contrarias. Eso me hacía muy feliz. Obviamente tenía los dedos descarapelados por darle vuelta a la pelota y problemas en los codos.

— Entré a la secundaria General Miguel Piña y fue terrible. Llegué a una casa de asistencia con mi maletín. Una señora me dijo: éste es tu cuarto. La cama no estaba tendida. Debía hacerlo, pero lo que hice fue tirarme en ésta y llorar de desolación. Así pasé toda la noche y al día siguiente me llamaron a desayunar y lo que dieron era asqueroso. No lo comí.

— Pero al ver a mis nuevos compañeros me dio mucha alegría y pude seguir. Los fines de semana iba con la abuela, que vivía en el pueblo de Guadalupe, para recorrer el campo. ¡Era lo que más me gustaba!, aunque sufría mucho por no ver a mis padres y hermanos, sólo a fin de año o vacaciones.

— En ese tiempo hubo un incidente interesante: la huelga en la Universidad de Sonora contra el candidato a gobernador, que era un pariente, Fausto Romo. El PRI mandaba a su elegido y hubo una reacción muy fuerte de la sociedad y la Universidad para evitar la imposición. La Secundaria entró en huelga y decidí ir con mis padres con la idea de no regresar. Tenía buen pretexto.

— Estaba feliz con la familia, pero un día de ese 1967 llegó un telegrama anunciando la reapertura de la escuela y que regresara. Les dije a mis padres: !no quiero!.

Su madre lo convenció de que terminara la Secundaria y ahora tenía otro conflicto: moverse de Ures a Hermosillo para ingresar a la Preparatoria Central de la Universidad de Sonora. Hizo el examen y lo aprueba. Era un plantel muy solicitado por estudiantes de Chihuahua, Sinaloa, Baja California, además de los de Sonora. Estuvo en un grupo selecto de 50 alumnos. Su madre lo llevó al inicio de clases, en agosto. “Había un calor endemoniado. Iba de traje y me cocinaba. Cuando llego a la escuela, me gusta mucho el ambiente de relajo, pero encontré que el nivel no era tan bueno como en la Secundaria, donde era altísimo, con maestros con suscripción a revistas científicas del mundo. Ahí leí Scientific American y nació mi interés por la ciencia”.

Con estas lecturas, Ranulfo comenzó a soñar con mandar cohetes a la Luna, pero también leyó artículos sobre el cerebro y la biología molecular.

Así, ya estaba convencido de que iba a estudiar algo que estuviera asociado con la ciencia. Gozó las clases de anatomía, química, física, matemáticas, etc, y devoró todos los libros de fisiología y matemáticas.

Lo anterior lo llevó a definir que sería investigador del cerebro. Originalmente quería estudiar Biología, porque debería ser buen biólogo para estudiar al cerebro, pero lo pensó mejor  y se decantó por la Medicina, porque le interesaba el hombre, su conducta, la memoria, la orientación, las emociones, las decisiones, su mal o buen carácter.

Tras la preparatoria, quería entrar a la UNAM, pero estaba en huelga, por lo que convenció a su padre, madre y hermana que estudiaría Medicina  en la Universidad Autónoma de Guadalajara, mientras la UNAM  abría sus puertas. “Ingresé a los Tecos y el ambiente no me gustó. Vivía con una familia de sonorenses que manejaban una casa de estudiantes. Con el tiempo supe que ellos vislumbraban otros planes conmigo. Tenían una sobrina: Charito, linda muchachita de 16 años, yo tendría 18 años. Pensaron que era buen partido”.

Ranulfo cuenta que había pasado un mes de iniciados los cursos y se dio cuenta que en la UAG no había investigación, “además sabía más que el maestro de Fisiología que me dio las primeras clases. Eso me decepciónó y decidí sacar mis documentos y regresar a Hermosillo”.

Tras darse de baja, llega a la casa de estudiantes y le dice a la encargada: “Doña, fíjese que tengo que salirme de la Universidad porque mis padres no tienen dinero para sostenerme y me contesta: `No te preocupes Ranulfo, nosotros somos muy amigos del rector y te vamos conseguir una beca´. Eso me conmocionó y respondí: ¡no!, porque me di cuenta que tenían filiación con el grupo de choque Los tecolotes, además de un interés nupcial. ¡Pero si estaba muy pequeñito!”.

Entonces decidió fugarse: a las tres de la mañana salió por la ventana. Al correr por la calle, los perros empiezan a ladrar y piensa: “¡Me van a agarrar! Afortunadamente pasó un taxi y llegué a la estación de trenes y tomé el Tren Bala, que iba de Guadalajara hasta Mexicali, pasando por Hermosillo. En ese tiempo estaban  de moda las películas de Europa del Este sobre espionaje y al estar en la estación hasta las ocho de la mañana, escondido detrás de los pilares, pensaba que cada persona que pasaba andaba trás de mí. A nadie le importe, fue la realidad”.

Ranulfo regresa a Hermosillo y a su madre casi le da un infarto al verlo y le ordenó: ¡Habla con tu padre! “Cuando estuve frente a él, le comento: aquí está el dinero, lo que le satisfizo, porque sabía que para él eso era lo mejor. Después me dijo: está bien”.

— Mira papá, voy a intentar entrar a la UNAM. Si no funciono como médico, puedo dar clases de biología.

— Haz lo que quieras, pero qué vas a hacer mientras.

Ranulfo se inscribe a la Facultad de Química de la Universidad de Sonora y no le gusta. Renuncia a la semana. Andaba de vago y era feliz. Escribía ensayos para las chicas de preparatoria que estaban rezagadas. Leer mucho le ayudaba. A ellas les dejaban leer un libro, él lo devoraba y les hacía la síntesis. “Fui muy popular”.

Seis meses después, la UNAM no abría y pensó que no se inscribiría. Era 1972 y seguía con sus actividades hasta que lanzaron la convocatoria. Sus amigos lo convencen de hacer el examen de admisión. “Llegamos a México, hice la prueba en media hora, porque quería regresar a ver a mi novia Teresita. Pero mis amigos tardaron mucho. Salieron a las seis de la tarde, y les pregunto: ¿cómo les fue?

— Estuvo muy pesado, ¡qué barbaridad!

— Yo lo hice en media hora. Cuando íbamos  en el tren de regreso a Sonora, tenía un sentimiento de culpa: Si fue un difícil examen y fui muy rápido por andar queriendome regresar, no lo pasaré. La vida transcurría en Sonora y un día una chica me gritó en la prepa: `oye, ya te vi en el Excélsior, ¡pasaste!´.  Recuerdo que pensé: qué desgracia, me tengo que ir otra vez, pero lo bueno es que tenía la idea de ser investigador.

— Antes de ingresar a la UNAM, al joven Ranulfo qué música le gustaba, cuáles eran sus pasatiempos.

— En esos años, finales de 1972 y principios de 1973, vivía intensamente. Todas las noches íba a cuanta fiesta había en Hermosillo y mis padres estaban preocupados. Trasnochaba y despertaba a las 11:00 horas del otro día. Sólo leía, escribía para las chicas y a la fiesta.

Entonces, sus padres le dijeron que tenía que ir a la UNAM a estudiar Medicina. Llegó el 10 de mayo de 1973. Las clases habían iniciado 10 días antes. “Ingreso al salón y lo primero que veo y me gustó fue a mi actual esposa —Ana Cecilia Rodríguez— : estaba en su banca, muy modosita, me senté a su lado, y creo que me miró raro.

“Me hice su amigo y luego novios. En ese tiempo lo que menos me importaba era tomar clases. Ella me pasaba las notas y yo preparaba los exámenes en la madrugada. Me iba bien”.

En ese momento el investigador en ciernes que era estudiaba la fisiología del sueño, lo que le generó muchos cuestionamientos: en qué momento en escala filogenética el cerebro concibe que tiene que dormir y repararse. De este trabajo salieron sus primeros dos artículos y fueron publicados en 1974 en la revista Archivos de Investigación Médica, del Seguro Social y el segundo en el boletín del Instituto Médico Biológico de la UNAM, que aún son citados.

Mientras seguía el trabajo en el laboratorio de la División de Neurofisiología, del Departamento de Investigación Científica, del Centro Médico Nacional del IMSS (ya desaparecido por el temblor de 1985) y un día Xavier Lozoya, con quien trabajaba, se dedicó a otras cosas y dejó el laboratorio. Al paso de unos meses el maestro Marcos Velasco le dice: “Estás solo. Ven a trabajar conmigo al Centro Médico Nacional”. Su departamento de investigación científica era de primer nivel, el mejor en Latinoamérica en su época. Poco después viaja a Francia con su esposa e hijo.

Al estar en El Colegio de Francia, cuyo centro de neurobiología es muy bueno, concibe algunas ideas, pero también supo que lo que deseaba hacer, era imposible en ese laboratorio. “Estaba muy adelantado en algunos conocimientos, pero algo tenía que aprender. ¡Fue mucho! Esos tres años trabajé intensamente, aunque no estaba conforme y un día dije: se acabó”.

Le ofrecían trabajo en Francia, pero no quería seguir y tenía dos posibilidades: regresar a México sin puesto de trabajo en lo que le interesaba, o ir a Suiza. Tras una entrevista con un colega alemán, Wolfram Schultz, quien empezaba una línea de investigación en Friburgo. Curiosamente Ranulfo tenía más publicaciones y experiencia que su colega, pero le pareció atractivo porque el campo de investigación era lo que realmente quería: estudiar las neuronas de un cerebro que está pensando y hace movimientos, identificarlas bien y ver la relación temporal de la actividad de estas células.

“El trabajo lo hicimos en el cerebro de un mono, al que entrenamos a preparar sus movimientos, frenarlos o iniciarlos por sí mismo, es decir, las acciones voluntarias. Encontramos neuronas que se encendían cuando el mono recibía una recompensa. Pasamos mucho tiempo conjeturando que si o que si no: él decía que sí tenían que ver con el movimiento; yo decía que no. Fue el inicio del descubrimieto de las neuronas de la recompensa, porque no hay acción del ser humano ni de animales que no tengan que ver con la recompensa. Nuestro organismo la busca en una sonrisa, escuchar una palabra agradable, comer aliementos ricos, tener éxitos en los estudios, en las relaciones…”.

Las investigaciones continuaron y conciliaron que estas neuronas podrían tener un rol, a través de otro mecanismo, en la generación de movimientos. “Hallamos los circuitos de neuronas que tienen que ver con los movimientos voluntarios. Eso me disparó más ideas que me impulsaron a viajar a Estados Unidos”.

Ranulfo cuenta que tiempo atrás, una colega —Ann Graybiel— del Instituto Tecnológico de Masachussetts le hablaba casi todos los días para que le montara un laboratorio de primates y él contestaba: “No quiero montar laboratorios, quiero hacer investigación”.

Lo que hizo fue enviar una carta a mano al más renombrado neurofisiólogo del mundo: Vernon Mountcastle de la Universidad Johns Hopkins. “No me prestará atención, pensé. La misiva la envié el 29 de diciembre de 1986 y, para mi sorpresa, la respuesta llegó el 5 de enero de 1987.  Era muy laudatoria: estaba encantado, me ofrecía una beca y simplemente fui al cielo. !La recompensa!”.

Llegó en 1987 a Baltimore. Vernon trabajaba en el laboratorio. Lo recibió y pasó una semana en su casa. “Platiqué con él. Era una maravilla porque lo tenía durante 10 o 12 horas diarias al hombre con más experiencia en el mundo en neurofisiología. “Éramos entusiastas y creamos una sinergia fenomenal, pero nada descubrimos, aunque me enseñó mucho”.

Cuando Ranulfo iba a dejar la Universidad Johns Hopkins para regresar a México, Vernon le dijo: “Por qué te vas, quédate, aquí te hago profesor”. Le constesté: deme chance de que vaya a México. Tengo un hijo que tiene 10 años y se la pasa dibujando pirámides y mexicas. Quiero que conozca su país, él ha vivido en París, Suiza y ahora Estados Unidos, y sufre las mismas penas que yo: cada x años tener que dejar a los amigos, los afectos, aprender otro idioma”.

— ¿Un retorno complicado?

— Regresé en 1989 a la UNAM, al Instituto de Fisiología Celular, donde aún trabajo, y me dieron ¡un salario miserable! No me di cuenta, porque mi esposa se encargaba de la economía familiar. Recuerdo que cuando llegué a casa, mi esposa me preguntó: ¿ya firmaste tu contrato? Le digo: sí, muy contento.

— Cuánto te van a pagar

— El equivalente a 250 dólares.

— ¡Cómo!, si tenemos que pagar la colegiatura  de tu hijo, la gasolina del coche, la comida, esto y esto…

Luego otra sorpresa: “Me enseñaron el laboratorio y estaba vacío. Un lugar donde pasaban los caños del instituto y había apiladas gacetas de los años 50 y 60 del siglo pasado. Lo primero fue limpiarlo y pintarlo. No tenía donativos ni financiamiento, sólo ilusiones”.

Por fortuna, antes de regresar a México, Ranulfo había diseñado robots estimuladores controlados por una computadora. “Los usé y sigo usando en el laboratorio”. A finales de ese año, la suerte parecía cambiar. En Suiza le otorgaron un premio importante y con el dinero pagó el enganche de un departamento en Villa Olímpica. “Ya no teníamos cabida en la casa de unos familiares en Satélite y ¡me cayó el premio con 14 mil dólares! “.

Era mucho dinero, pero tuvo la mala fortuna de que cuando fue a Suiza a recibirlo, debía terminar unos articulos con un colega alemán, y se enferma. “No te preocupes le digo a  Wolfram Schultz, voy a trabajar en el hotel, porque esto me pasó dos veces en Estados Unidos. En dos o tres días me compongo”.

Pero a los dos o tres días se estaba muriendo. Lo que pasó es que se le reventó el apendice y tenía peritonitis. Su colega lo lleva a un hospital privado. El médico lo ausculta y dice: “Hay que operar, este hombre se muere”.

En ese momento a Ranulfo le preocupa el dinero y pregunta: “¿Cuánto tengo que pagar, y me acuerdo del cheque y digo: ¡no!”. Le pide a su colega que lo trasladen a un hospital público.

Lo llevan y en el servicio de urgencias, un estudiante italiano no muy diestro, le induce la anestesia, “¡No podía picarme la vena! Cuando lo logró, estaba en la gloria. El dolor se fue y desperté en la sala de cirugía. Un médico, chaparrito, les dice a las enfermeras en francés: pobre mexicano, venir a fallecer a Suiza. “Voy a morir”, le digo al doctor en francés. Él se sintió mal, y me preguntó si lo estaba escuchando.

— Sí, le respondo: no sólo hablo francés, sino que soy médico.Qué probabilidades de vivir tengo.

— Sólo 10 por ciento.

— Correcto, nos agarramos de ahí. Vamos a salir adelante.

Estuvo intubado durante un mes. Perdió 10 kilos y con apoyo de su colega engañaron a la esposa de Ranulfo, diciéndole que no podía regresar a México. Si ella iba a Suiza, gastarían el dinero en pasajes.

La confundieron hasta que lo dieron de alta. No podía caminar bien y cuando se vió en el espejo no se reconocía: tenía una barbita, pálido, flaco, ése era: “Qué qué bárbaro, qué mal me veo”.

Se vistió y fue directamente a la caja del hospital. Ahí preguntó cuánto debía: era casi todo lo del premio y pensó: “¡No!, otra vez mi pobre cheque”. Le dijo al encargado que iba al banco a cambiar y regresaba. Tomó un taxi como pudo, cambió su cheque y al regresar, volvió decir “¡no!”.

Entonces se le ocurrió ir al Cantón, la oficina admnistrativa de la ciudad. Contó a una secretaria su problema: “Caí en desgracia. Vine a recibir un premio y enfermé. Yo he trabajado antes aquí en Suiza, cubrí mis impuestos, pero ahora tengo que pagar esta cuenta de hospital, pero quiero saber si ustedes me permiten hacerlo después, desde México, ya que el dinero que me dieron es para sobrevivir en mi país”. A lo que la mujer le responde: “Qué bueno que viene, porque hoy se reúne el comité y pueden discutir su petición”.

Ranulfo Romo regresó horas después y le comunicaron: “Dado que usted es una persona decente y quiere pagar, le condonamos la deuda”.

La felicidad lo invadió y fue inmediantamente con su amigo Francois Rhim y le dijo: “Me voy para México. Arréglame el boleto de avión”. Él hace unas llamadas y le comunica: “Tienes el vuelo. Sales de Zúrich, con escalas en Fráncfort y Houston, luego México”.

Ranulfo toma el tren rumbo al aeropuerto. Lleva una herida grande, parecía abierto en canal. Cuando llega al aeropuerto se sienta y estaba tan agotado que duerme profudamente. Al despertar estaba en un charco de sangre. Va al baño, se limpia y sube al avión. A su arribo a Fráncfort, ve asientos vacíos en la sala de espera. Trata de llegar, pero una familia hindú se le adelanta y piensa: “No es posible”.

Se queda en el piso esperando la conexión para Houston. Horas después sube al avión y le toca un alemán como compañero, pero sale disparado al verle la cara de muerto. Fue algo bueno, porque así tuvo tres asientos para él. Entonces viene la azafata y le pregunta: “Quiere algo de beber”. Ranulfo no había bebido ni comida nada en un mes. Tímidamente, le pregunta: “Podría darme un whisky. Cuánto me va a cobrar, porque no traigo dinero”.

— Es gratis, le contesta.

— Entonces, me puede dar uno triple.

Lo bebió y despertó en Houston. El viaje a la Ciudad de México fue rápido, y al ver a su esposa, le cuenta su infortunio.

— ¡No lo puedo creer!

— Pero aquí está el dinero.

LAS RECOMPENSAS. Viene lo mejor para Ranulfo. El Instituto Médico Howard Hughes abrió un programa internacional por competencia. Se inscribió y obtuvo cien mil dólares anuales, por cinco años, que se prolongó de 1991-2012.

Con el dinero montó su laboratorio y mantuvo el programa. “Con esos recursos hice lo que quería. Lancé la imaginación y el trabajo”.

Durante esas dos décadas, Ranulfo y su equipo realizaron muchos estudios que se tradujeron en contribuciones científicas relevantes. El Instituto Howard Hughes apostó por un mexicano, y éste le retribuyó con descubrimientos. “Además, estaban muy satisfechos con mis estudiantes, quienes ahora son investigadores  importantes en Estados Unidos, México, España, Israel…”.

Al regresar de Estados Unidos, Ranulfo reflexionaba por qué había fracasado el programa  de investigación que tenía con Vernon. Creía que era simplemente porque su maestro estaba viejo y era terco. Por lo que en la UNAM instaló un programa de investigación, diferente al de Hopkins. Tenía apoyo de la Universidad y dinero. Compró computadoras, creó un biotero de monos y pagaba las becas a los estudiantes directamente.

Su primera investigación buscaba entender cómo la información del mundo externo se representa en la actividad de las neuronas, dónde y en qué forma. “Esta es una pregunta muy vieja, porque es la que da pie al aprendizaje e interactuar con el entorno”.

Las preguntas que se planteaba eran: ¿cómo se verá lo que una persona escucha?, ¿cómo se materializan las palabras, la cara del alguien, lo que sentimos en las manos o la piel… en las neuronas. “Habrá caritas o palabras”.

Son los mismos cuestionamientos que planteó Demócrito hace más de dos mil años. “Él decía  que todo lo que hay en la materia del mundo externo está compuesta de átomos, que entran a través de los órganos de los sentidos y viajan por los nervios hasta que llegan  al cerebro, y en algunas partes de éste, se organizan y generan imágenes casi iguales a las del mundo exterior: es la actividad atómica en el cerebro. Ese concepto me fascinó cuando lo leí. Demócrito explicó que estas representaciones servían para la percepción, la experiencia, adquirir conocimientos y, a voluntad, podrían usarse para generar nuestras acciones voluntarias. ¡Todo mi programa de investigación planteado hace más de dos mil años!”.

Entonces, cuenta que en su laboratorio entrenaron monos para que sintieran, detectaran y discriminaran estímulos controlados. Después, añade, los trazamos para ver a qué zona del cerebro llegaban, pero lo mejor fue saber qué relación guardaban con la percepción. La representación que está ahí la cotejamos con lo que estaba pensando el animal y, además, por primera vez en la historia hicimos el experimento inverso: le inyectamos esos estímulos directamente  al cerebro, activando sus neuronas: le hicimos creer al mono que estaba sintiéndo esas cosas, entonces podía discriminar  cuando no había nada. Encontramos que esas representaciones tienen que ver directamente con la percepción.

Así, pasaron algunos años y sucedió algo interesante: fue a la Universidad de Montreal a dar una conferencia y cuando termina, quien lo presentó le cuenta que ese experimento dio pie a las neuroprótesis, hoy muy de moda. “¡Lo hicimos en México, lo publicamos en Nature y fuimos muy reconocidos”.

El siguiente estudio de Ranulfo fue saber dónde se guarda la información: cómo es una memoria.  “Cómo va y se mete en una parte del cerebro y se queda ahí en los circuitos cerebrales de una manera latente”.

Los resultados de estas investigaciones fueron: la memoria tiene una representación muy parametrizada, de la manera como la intuyó Demócrito. Y otra vez se vuelve famoso al descubrir cómo es la memoria, dónde y en qué forma está materializada en los circuitos cerebrales. Este trabajo también lo publicó en Nature.

— ¿Cuál fue la reacción?

— Todo mundo decía: qué tienen esos mexicanos. Cada experimento que hacen está en Nature. Me escribió el editor de la revista  inglesa Current Biology, diciéndome: qué tiene de especial México para hacer buenos experimentos. En esa época, durante tres ediciones, aparecieron tres artículos sobre nosotros. Hasta me sentía mal, ¡nos van a hacer pedazos porque tenemos demasiada publicidad!

Además, el editor me dice: te doy una página que se llama “My word”. Ahí escribí diciendo simplemente una cosa: ‘Estoy muy contento de estar en México, donde puedo hacer lo que quiero como científico y nunca me sentí menor por mi geografía. Simplemente el límite era yo mismo’.

— Cuando la revista llegó a manos de estudiantes mexicanos que andan en el extranjero, dijeron: ‘Claro, si tú eres de la élite mexicana, seguramente tienes contactos por eso trabajas en México y publicas en Nature’.

— Lo cierto es que cuando regreso a México, conseguí los recursos en el extranjero para hacer mis cosas. Ni siquiera me preocupó tanto, probablemente fue muy arrogante de mi parte escribir esa nota, de mil 500 palabras, pero era lo que sentía, además en esa época  tenía cuarenta años, estaba lleno de vida, como ahora.

Tras estas experiencias, el investigador estudió la toma de decisiones y descubrió los circuitos cerebrales que tiene que ver con esto. Sus trabajos le abrieron a Ranulfo Romo las puertas para ingresar a la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, la Academia de Artes y Ciencias de Estados Unidos y recientemente fue electo miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España, y otras asociaciones que son como cofradías que ingresas por invitación, unas más en Europa, en Sudámerica, y la que más le gratifica: El Colegio Nacional.

Nunca pensó en El Colegio Nacional. Lo descubrió en 1972-73 cuando ingresó a la Facultad de Medicina, porque había una nota sobre la cátedra Arturo Rosenblueth,  en el Cinvestav, y su currículum decía que fue miembro del Colnal.

En ese tiempo, Ranulfo Romo arreglaba la biblioteca del profesor José Joaquín Izquierdo, muy famoso de la Facultad de Medicina, y conoció toda la documentación de Arturo: fotos, cartas, libros  firmados por los grandes profesores de Harvard, Sorbona, de institutos alemanes, e inclusive una misiva de Iván Petrovich Pavlov a mano.

En 1994 visitó por primera vez El Colegio Nacional, cuando ingresó Pablo Rudomin como miembro. Asistió a la conferencia y se fue a casa para seguir trabajando. Tiempo  después lo invitaron a dar conferencias, “nunca pensé que podía entrar, hasta que un día  me eligieron y fue una alegría que duró poco tiempo, porque me di cuenta que tenía mucha responsabilidad: ahí se va a trabajar”.

— Dice que somos títeres del cerebro, ¿Cómo lo explica?

— De eso, no hay la menor duda. Somos lo que somos, por la manera que educamos nuestras nueronas, por qué digo que somos títeres de las neuronas, porque la conciencia  es una propiedad emergente de las neuronas, y lo que somos es un producto de su actividad.

— Cuando alguien cree, de manera conciente, que decidió, es porque antes lo determinaron sus neuronas y luego le hicieron creer al hombre que él lo hizo.

— Lo que es cierto, es que nadie es médico sin pasar por la facultad de medicina. El estudio y la repetición  es cómo se entrenan las neuronas. Entonces, ¡por favor, eduquémos bien a las neuronas!

— ¿Y la neurona mexicana?

— Estuve tres veces a punto de no tener una vida académica: desde no terminar la primara ni la universidad, y otra de morir. No sucedió así porque el contexto me empujó y salí adelante. Además crecí a la par del régimen priista-nacionalista y toda mi educación fue pública y tengo un sentimiento muy arraigado de amor a mi país: una nación multicultural, multirracial. Eso me atrae mucho. Pero descubrí también, cuando fui al extranjero, que soy producto de una sociedad muy especial: la mexicana. Nunca pude haber sido francés o norteamericano, aunque recibí muchas ofertas para quedarme en esos países. Estoy en México porque tenía que regresar algo de lo mucho que me ha dado.

— La cultura mexicana me gusta mucho, me encanta ser mexicano, porque nuestras neuronas fueron educadas como mexicanas. No me puedo escapar de ahí, y tenemos algo muy bonito: somos ingeniosos, fiesteros, solidarios, un poco cínicos, nos reímos de la muerte y a veces le damos más importancia que a la vida. Somos un poco indisciplinados, nos gusta el color, el movimiento, la imaginación y sólo es cuestión  de educación para ser mejores.

— Entonces, hay que educar a las neuronas para hacer cosas más interesantes, porque vivimos en un mundo globalizado y tenemos que competir con lo mejor. Es igual que cuando vamos a las olimpiadas y queremos ganar medalla de oro. Me alegra cuando un mexicano tiene un reconocimiento, me alegra cuando la música mexicana se escucha en el extranjero, que hayamos tenido grandes escritores como Octavio Paz, me alegra que tengamos un Premio Nobel como Mario Molina y ojalá que nuestro pueblo encuentre el camino de la tranquilidad,  progreso y mayor equidad para todos y tengamos una vida sin violencia, más oportunidad de educación y trabajo, porque tenemos un gran país y sólo es cuestión de ordenarlo.

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