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Pablo Rudomin buscaba el tesoro de Cuauhtémoc y encontró el de la ciencia

Pablo Rudomin buscaba el tesoro de Cuauhtémoc y encontró el de la ciencia

junio 24, 2016
Noticias Prensa

Crónica | 20 junio 2016

El Colegio Nacional * El doctor en Ciencias Pablo Rudomin es uno de los científicos más destacados de México. Por su labor en la investigación en fisiología ha recibido los premios: Nacional de Ciencias y Artes, la Presea Lázaro Cárdenas, Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica, trabaja en el Cinvestav y es miembro de El Colegio Nacional. Ha publicado más de 122 trabajos científicos y numerosos trabajos de divulgación y participado en gran número de congresos nacionales e internacionales

Pablo Rudomin Zevnovaty está hecho de aventuras y sueños. Aventuras como las expediciones y excavaciones que realizaba en Tlatelolco, junto con Marcos Rosenbaum, para buscar el tesoro de Cuauhtémoc, y de sueños como construir una nave espacial y un submarino. Andanzas que lo llevarían a encontrar otro tesoro: el de la ciencia, del cual dice: “Es un tesoro que aún está esperando a ser descubierto, porque es muy poco lo que sabemos y hay tanto por saber”.

Esas aventuras y sueños del prestigiado científico y doctor en Ciencias mexicano, también lo llevaron a ganar decenas de premios y reconocimientos como el Nacional de Ciencias y Artes (1971), la Presea Lázaro Cárdenas (1996), el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica (1987), doctorados honoris causa otorgados por la Benemérita Universidad de Puebla (2003), por la Universidad de Nuevo León (2011) y por la UNAM (2011). Actualmente es investigador emérito en el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional (Cinvestav) y miembro de El Colegio Nacional. Continúa activo en investigación científica de alto nivel, lo que se refleja en numerosas publicaciones científicas y trabajos de divulgación. Ha sido invitado a impartir numerosas conferencias dentro y fuera del país.

Aventuras y sueños que tienen un lugar emblemático de inicio, primero en la calle de Allende, en el Centro Histórico y posteriormente en Jesús Carranza, en la zona de Tepito. En el edificio situado en la calle de Allende, Pablo vivía con su padre Isaac Rudomin y su madre Sonia Zevnovaty, junto con otras familias: la de Marcos Rosenbaum, su compañero de aventuras, y la de Samuel y Carlos Gitler. Cuatro niños que serían grandes científicos de México.

EL CAMINO. Ser científico, cuenta Pablo Rudomin, fue algo que se dio de manera paulatina. “Desde niño, Marcos Rosenbaum y yo nos divertíamos inventando cosas, supongo que porque no había televisión”.

La complicidad con Marcos tenía su vaso comunicante en la amistad de los padres de ambos que eran socios: tenían un depósito de fierros viejos en la calle de Matamoros, en Tepito.

Marcos y él tenían la idea de construir un submarino y una nave espacial. “Éramos muy inquietos, muy curiosos y todo el tiempo teníamos fantasías, que surgían de las lecturas de las novelas de Julio Verne. Pero pasó algo: nos enteramos del tesoro de Cuauhtémoc y fuimos a excavar en el jardín Santiago de Tlatelolco. Hicimos agujeros para buscarlo”.

Así fue su infancia y escuela primaria, pero al ingresar a la secundaria en el Colegio Hebreo Tarbut, Pablo Rudomin tuvo dos maestros que fueron muy estimulantes para él: Gilberto Hernández Corzo, quien era el maestro de geografía y que le dio libros de Oparin para leer, como El origen de la vida, “un libro maravilloso”, dice. Las clases de biología las impartía Luis Batres, “un hombre extraordinario, al que después ayudé como asistente en los cursos que impartía en la escuela”.

La adolescencia de Rudomin fue marcada por muchas inquietudes y sueños donde tuvo su primer momento decisivo: “Se acababa la secundaria ¿y ahora qué? Era 1949 e ingresé a la preparatoria en San Ildefonso. Ahí tuve maestros excelentes. Salvador Mosqueira daba física; química, González Tapia; Esteban Minor, matemáticas, a quien recuerdo con mucho cariño, porque nos ponía a hacer muchos ejercicios y estaba fascinado”.

Mi intención inicial, señala Pablo Rudomin, era ingresar a Ciencias Químicas en la UNAM, pero un día, agrega, se le ocurrió a González Tapia dar seminarios para definir vocaciones. Pablo quería ser ingeniero químico, “pero no tenía una idea clara del por qué. Tal vez porque con Marcos hacía experimentos cuando ya vivía en Lindavista”. En esa casa tenía un pequeño laboratorio que su papá le permitió construir y en el cual repetía experimentos de las clases de química.

Los ensayos que hicieron Pablo y Marcos fueron muchos, pero recuerda uno en especial: en la escuela les habían dado la composición de la pólvora y los dos estudiantes fueron a la farmacia a comprar los elementos. “Y tontamente, porque pudo haber sido peligroso, mezclamos todo en seco. No se nos ocurrió humedecerlos y pudieron estallar. No pasó y sí construimos un cohetón que después tronamos en los llanos de Lindavista”. En esos seminarios de González Tapia, el joven Pablo supo que le atraían otras cosas. Entre éstas, la biología. En ese entonces aún mantenía contacto con Gilberto Hernández Corzo, cuyo hermano, Rodolfo, era director del Politécnico. Gilberto daba clases en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del IPN. Durante una de sus pláticas, Gilberto le dijo: “¿Por qué no vas a visitar la escuela?”.

Así que le organizaron un tour por los laboratorios y “por primera vez vi gente trabajando en éstos”. Ahí estaban Ramón Álvarez-Buylla, Manuel Castañeda Agulló, Adela Barnés, Dioniso Peláez, Cándido Bolívar, el abuelo de Francisco Bolívar. “Todo eso me fascinó y decidí cambiarme de la UNAM al IPN”.

Un paso que le llevó a recibir críticas. “Lo he dicho varias veces: para mis colegas universitarios era un ingrato y para los politécnicos, un catrín. Aunque de verdad, en el Politécnico estuve encantado”.

NUEVAS RUTAS. En la unidad profesional del IPN, entonces el casco de Santo Tomás, Pablo Rudomin hace nuevos contactos. Uno de ellos fue María Luisa Sevilla, quien después fungió como directora de la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas. Su meta era ser químico bacteriólogo y cuenta: “Que me llega el izquierdismo. María Luisa y yo pensamos que era mejor estudiar biología. Iríamos al campo a enseñar a la gente. Una idea romántica que me llevó a cambiarme a biología y ¡claro!, tuve que pagar unas materias a título de suficiencia”. “¡Y  fue fantástico!”.

En la clase, evoca, había una mesa donde no eran más de ocho alumnos y había maestros como Federico Bonet, que daba ecología y evolución. “Fueron cátedras de una espléndida relación maestros-alumnos”. En ese tiempo, lo que más impresionaba al estudiante Pablo, era el laboratorio de Álvarez Buylla. Ahí, se hacían experimentos y registraban con equipo electrónico la actividad de fibras nerviosas. Fue su encuentro con la fisiología.

Junto con su compañera de andanzas y sueños estudiantiles, María Luisa Sevilla, a quien también le interesaba la fisiología vegetal, fue a platicar con Manuel Castañeda Agulló. “Le dijimos que queríamos hacer bioquímica y nos dijo: `Si, cómo no´. Nos dio 20 libros y ordenó: `Léanlos y cuando lo hayan hecho, vuelvan´. Obviamente lo mandamos a volar. No fue la manera de entusiasmarnos, pero en ese tiempo fue cuando Álvarez-Buylla dio el curso de fisiología experimental. Hacíamos los experimentos y discutíamos los resultados”.

En ese laboratorio Pablo Rudomin conoció a Mauricio Russek, quien después fue investigador en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas y lo invitó a trabajar en el laboratorio de Álvarez Buylla, cuando Pablo estaba en el último año de la carrera, “y por supuesto, estaba fascinado”.

Durante esa época, cuenta, estudiaban los reflejos condicionados y Álvarez-Buylla tuvo una idea espléndida: utilizar los reflejos condicionados como un método para saber cuáles de las acciones de algunas drogas activan las vías nerviosas o si directamente actúan sobre los efectores, o sea sobre las células de los músculos estriados o cardíacos o de las diversas glándulas.

“A mí me tocó analizar las acciones de la adrenalina. Cuando se inyecta adrenalina aumenta la frecuencia cardíaca, porque está actuando directamente sobre el corazón, también incrementa la presión arterial porque los vasos sanguíneos se contraen, pero al mismo tiempo esos cambios de presión arterial activan aferentes vagales, que al actuar sobre los centros cardio-inhibidores en el tallo cerebral reducen la presión arterial y la frecuencia cardíaca”. La idea, explica Pablo Rudomin, era saber cuáles de las acciones de esta hormona se condicionaban, lo que implicaría que su efecto involucraba la activación de vías reflejas.

A Mauricio Russek le tocó estudiar los efectos producidos por la aplicación de cianuro, y a Juan Carrasco Zanini los de la insulina. Los experimentos de Rudomin fueron realizados en perros no anestesiados instalados cómodamente en una cámara silente a los que se les inyectaba (a través de un catéter) una dosis baja de adrenalina a la vez que sonaba un timbre. Después de las numerosas repeticiones requeridas para formar un reflejo condicionado, se examinaron los efectos producidos al sonar el timbre únicamente (esto es, sin haber inyectado adrenalina).

Al inyectar adrenalina, además de elevarse la presión arterial y la frecuencia cardiaca, aumenta la glucosa en sangre (hiperglucemia) y aparece glucosa en la orina (glucosuria). En ese entonces se pensaba que como consecuencia del incremento de azúcar en la sangre se excedía la capacidad de reabsorción de glucosa en el riñón y ésta aparecía en la orina. “Para sorpresa nuestra, al sonar el timbre apareció  glucosa en la orina a pesar de que no cambió su concentración en la sangre. O sea que se produjo glucosuria condicionada”, indica.

Estos resultados, señala, mostraban que el sistema nervioso podía regular la reabsorción tubular de la glucosa. O sea, que podía controlar qué tanto de la glucosa excretada era recuperada por el riñón. “En una serie posterior de experimentos demostramos que la glucosuria condicionada no aparecía en el riñón desnervado previamente, lo que demostraba claramente la intervención del sistema nervioso en estos procesos. Fue un trabajo muy interesante, con el cual hice mi tesis de licenciatura en Ciencias Biológicas”.

NUEVOS SUEÑOS. Los meses pasaron y la escuela se termina. Pablo se gradúa de biólogo en 1956. Tenía 20 años y recuerda que “me apenaba pedir dinero a papá para salir con la novia. Decidí buscar trabajo y no lo encontraba. Mi padre tenía el sueño de que fuera ingeniero mecánico. Algo que no se cumplió”.

El deseo de su padre se sustentaba en que quería que manejara su negocio de fierros y, además, porque había hecho amistad con el ingeniero José Mireles Malpica, que trabajaba en la ESIME. Pablo recuerda que varias veces visitó el laboratorio de Mireles, pero sintió que no era eso lo que quería. Entonces acordó con su padre: buscaría trabajo como fisiólogo, y si en un año no lo encontraba, entonces le haría caso y se dedicaría al negocio familiar.

“Buscaba trabajo y no lo encontraba. Hablé con el maestro José Joaquín Izquierdo, Jefe del Departamento de Fisiología de la Escuela de Medicina en la UNAM, y me dijo: `No, como fisiólogo no hay puesto. Te puedo dar una plaza de enfermero´. Y le contesté: ¡De enfermero, no. Soy fisiólogo, quiero trabajar como fisiólogo!”.

Entonces, platica, un amigo (Juan Manuel Gutiérrez-Vázquez) le mencionó que Juan García Ramos, quien era colaborador del gran fisiólogo Arturo Rosenblueth, trabajaba en el Instituto Nacional de Neumología en Tlalpan y buscaba un asistente, así que Rudomin fue a verlo y lo contrataron por un año.

Al terminar el año, García Ramos le comunicó que él se iba al departamento de Fisiología en la Escuela de Medicina en la UNAM y que no le era posible conseguirle una plaza. En cambio, le propuso que fuera a ver al Dr. Arturo Rosenblueth y que era posible que lo contrataran.

Trabajar con Rosenblueth en el Departamento que dirigía en el Instituto Nacional de Cardiología, “!eso era lo máximo, era como llegar al paraíso”. Rudomin conocía a Rosenblueth por las conferencias que impartía en El Colegio Nacional. Trabajar con él era un sueño y al mismo tiempo le entró pánico. “¡Don Arturo era la autoridad! Y cuando lo escuchaba en sus seminarios, muy sistemáticos y serios, entonces dije: aquí, como se dé cuenta de lo que no sé, seguramente no me aceptará”.

Llegó el día de la entrevista y Pablo le dijo a Arturo Rosenblueth: “Mire doctor, hay muchas cosas que no sé y me contestó: `Pues a eso vienes, a aprenderlas, no te preocupes, lo importante es que quieras aprender´”.

El interés por la fisiología inundaba sus anhelos y “cuando estaba a punto de entrar a trabajar con Rosenblueth, el doctor Alvarez-Buylla, quien trabajaba en la ENCB, se casó con Elena Roces. En esos días, Álvarez-Buylla estaba en su casa de Tlalpan mientras los jardineros cortaban las ramas de unos árboles. De repente vio que se iba a caer una rama y dañaría a Elena, a quien empujó para salvarla y la rama le cayó a él en la cabeza. Tuvo fractura de cráneo y permaneció inconsciente por un mes”.

Al conocer el accidente, cuenta Pablo, el doctor Ronsenblueth le dijo que no había urgencia para entrar al Instituto de Cardiología: “Atiende el laboratorio de Álvarez-Buylla, no dejes que se caiga, ya veremos después”. Ramón se fue recuperando, dice Pablo. Lo visitaba seguido y le pedía que le hiciera preguntas de fisiología para ver si se acordaba, así, poco a poco fue recuperando sus facultades.

Tras esto, dice: “Me fui a Cardiología. El ingreso estaba programado para el 16 de enero de 1957. Entonces vivíamos en la colonia Roma, entre las calles de Campeche y Manzanillo. Ese día, por mañana fui al instituto y por la tarde regrese a comer en mi casa. Mi padre estaba allí, lo que era poco usual, y me dijo que se sentía mal. Llamé al cardiólogo que vino, lo examinó, le sacó un electro y dijo que no había problema. Fui a la farmacia a comprarle las medicinas, se las llevé y de allí me regresé a Cardiología. Acababa de llegar cuando me hablaron los vecinos. “Ven rápido”. Mi padre había fallecido. Fue muy simbólico el día que entré a trabajar a cardiología, ese día moría mi padre”.

En esa época Pablo vivía con su madre, una hermana pequeña (la mayor vivía en Israel) y los dos abuelos maternos. La presión familiar era de que se dedicara al negocio de su padre. “La verdad, no quería. Tenía oportunidad de trabajar con Rosenbleuth y le expresé a mi madre: quiero probar, entrar ahí. Lo siento mucho, pero voy a seguir con esto. Para la familia y muchas de sus amistades fui un mal hijo”.

Como no había mucho dinero, recuerda, habló con su mamá: “En el instituto me pagan mil 300 pesos mensuales. La renta del departamento es de 500 pesos, lo que sobra nos puede alcanzar para comer. Eso nos da oportunidad de sobrevivir hasta que todo se resuelva de otra manera y podamos seguir adelante”.

Pablo cuenta que ese hecho fue un parteaguas en su vida, porque adquirió un compromiso y sentía que tenía que demostrar que podía funcionar como científico. “No era una obsesión, pero era la oportunidad de mi vida”.

Años después, cuando le dieron el Premio Nacional de Ciencias y Artes, su madre, que vivía en Israel, vino a la ceremonia. “Se emocionó mucho cuando el Presidente me ponía la medalla y me dijo: “Qué bueno que no hiciste caso. Qué bueno que seguiste tus sueños”.

La estancia de Pablo con Rosenblueth fue de dos años. Fue cuando sintió que para continuar en la línea de investigación que estaba desarrollando, era necesario poder registrar la actividad de las neuronas del tallo cerebral involucradas en el control de la presión arterial y la frecuencia cardíaca. Las técnicas requeridas (registro con electrodos muy finos) no se manejaban en el Departamento de Fisiología. Al comentar esta necesidad al doctor Rosenblueth le dijo: “Tienes que pedir una beca Guggenheim para ir a trabajar donde se utilizan esas técnicas, que en este caso fue el instituto Rockefeller en Nueva York”. Y de ahí a Siena, Italia, donde me encontraba cuando en 1961 se fundó el Cinvestav con el Dr. Rosenblueth como primer director y donde he permanecido hasta la fecha”.

PINTURA…

— ¿Es pintor?

—No pinto, bueno, en una época hice mis pininos, pero nada más. Me gusta escribir poesía. Si escribo algún artículo científico, no me expongo, pero la poesía es una cosa muy personal y no los pienso publicar. Son versos reflexivos, a veces un poco pesimistas. No son muchos…

Pero lo que sí hace es investigar. Pablo Rudomin adelanta que su grupo en México (Diógenes Chávez, Enrique Contreras, Edson Hernández, Enrique Velázquez y Porfirio Reyes) está trabajando en colaboración con el Dr. Silvio Glusman de Chicago y con el grupo de Inteligencia Artificial de la Politécnica de Barcelona, integrado por Ulises Cortés, Mario Martín y Javier Béjar, sobre cómo cambian las conexiones funcionales en los circuitos neuronales del dorso de la médula espinal durante la inflamación y el dolor. “En el gato anestesiado hemos encontrado que las conexiones funcionales entre esos grupos de neuronas no son al azar. Son relaciones no-aleatorias que resultan del balance entre las influencias excitatorias e inhibitorias que actúan sobre cada neurona en la red, lo que da lugar a patrones de interconectividad poblacional relativamente estables, que se modifican durante el estado de sensitización central producido por la estimulación nociceptiva aguda, en este caso por la inyección de una pequeña dosis de capsaicina. Tomando como referencia algunos estudios clínicos que muestran que al inyectar una pequeña dosis de lidocaina antes de una intervención quirúrgica disminuye el dolor postoperatorio, hemos examinado el efecto de la inyección intravenosa de lidocaina sobre los cambios en la conectividad de las neuronas del asta dorsal inducidos por la inyección de capsaicina. Hemos encontrado que la lidocaina revierte temporalmente los efectos de la capsaicina dando lugar a las configuraciones de conectividad neuronal observadas antes de la estimulación nociceptiva. Esperamos desde luego que en un futuro próximo podamos conocer con más detalle la forma en que la lidocaina revierte los efectos de la capsaicina y la manera de hacer estos cambios más permanentes, lo que podría ser de relevancia para el tratamiento del dolor crónico”.

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