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Ruskin, uno de los grandes críticos del progreso: Christopher Domínguez Michael

Ruskin, uno de los grandes críticos del progreso: Christopher Domínguez Michael

junio 1, 2020
Boletines Institución
        • Apasionado de las caminatas y el alpinismo, el intelectual inglés se manifestó en contra del ferrocarril y de la bicicleta, señaló el crítico, integrante de El Colegio Nacional, durante la conferencia John Ruskin y la literatura, transmitida en línea el 29 de mayo
        • Defendió a los albañiles y a la mujer como lectores ideales de su obra, refirió el ensayista

John Ruskin fue uno de los grandes críticos de arte de la historia, una figura similar a Denis Diderot, el gran filósofo, cuentista francés del siglo XVIII y crítico de arte que alimentó todas las formas de esta labor, incluida desde luego la literaria, afirmó el ensayista Christopher Domínguez Michael, durante la conferencia John Ruskin y la literatura, impartida en línea por las plataformas digitales de El Colegio Nacional el 29 de mayo.

La sesión dedicada al autor de La naturaleza del gótico, abordó la enemistad del crítico británico con el progreso, incluidos la bicicleta y el ferrocarril, así como la restauración de edificios antiguos, calificada de blasfema y la idealización del lector de su obra.

A diferencia de otros críticos ingleses, Ruskin consideraba que la belleza era la religión por naturaleza de los hombres cultos y que la esencia de la creación divina estaba en la hermosura, afirmó el también historiador.

Este amor por la belleza según Ruskin, debía ser difundido pedagógicamente entre los súbditos, los ciudadanos y los trabajadores. Y en su mensaje hay una particularidad relacionada con que en su época fue considerado un socialista católico, cuando socialista era desde luego Carlos Marx, pero también Ruskin, que no tenía ningún interés en la lucha de clases o en la revolución, expuso Domínguez Michael.

El intelectual inglés tenía la idea, que podría parecer peregrina, de que las personas que estaban en las mejores condiciones para atender el llamado de la belleza eran los trabajadores manuales; aquellos que eran capaces de crear con las manos una obra de arte, desde el más humilde de los oficios, como el de los albañiles, porque estos trabajadores construyeron las catedrales de la Edad Media y según él, eran los mejor predispuestos a escuchar su mensaje.

Por este motivo, en la última parte de su vida escribió una muy larga colección de cartas que tienen el nombre enigmático de Fors Clavijera, dedicada a los trabajadores de Inglaterra, señaló el conferenciante.

En términos actuales, el Fors Clavijera era una especie de block donde anotaba lo que le interesaba y aquello que creía que podía ser útil para sus lectores. Muchas de estas cartas son apasionantes, curiosas, dicen cosas aberrantes para nosotros en el siglo XXI, y la mayoría son extremadamente complicadas, comentó el ensayista.

Había en Ruskin una enorme pasión didáctica pedagógica y a la vez una gran locura, comentó el escritor. Clínicamente fue un hombre aquejado por melancolías larguísimas y por lo que entonces llamaban fiebres cerebrales que llegaron a incapacitarlo sobre todo en la última parte de su vida. Era un hombre enfermo con serios problemas emocionales relacionados con la sexualidad y con una idea desmesurada de su propio genio y del de sus lectores, pues consideraba que se dirigía a hombres que, aunque no habían ido a la universidad, eran inteligentes y capaces de entender lo que él escribía.

El lector imaginario de Ruskin es una de las grandes conquistas del siglo XIX, fue un gran abogado de la educación de las mujeres, entendió que el lector de su centuria por antonomasia era la mujer, aseveró Domínguez Michael.

En Sésamo y lirios, que tradujo Marcel Proust, Ruskin dedicó muchas páginas a la importancia de que la mujer leyera y a su superioridad como lectora sobre el hombre. Tenía la idea de que el encierro de la mujer en el hogar la volvía más atenta a la lectura y más sensible a la transmisión de la belleza mediante la literatura, la estética y la historia del arte, aseveró el autor de La innovación retrógrada.

Por otro lado, Ruskin era un enemigo del mundo moderno. Estaba en contra de los ferrocarriles y de la bicicleta porque el gran don que Dios nos había dado era el de caminar. Veía al ferrocarril como un invento tecnológico que destruía la armonía del hombre, la naturaleza y la delectación del paseo, lo mismo que el vehículo de dos ruedas. Lo dice en sus cartas. Fue un abogado de la vuelta a la comunidad rural, a la vieja Inglaterra. En ese sentido era profundamente conservador, recordó el colegiado.

También era enemigo de la restauración, expresó el autor de Ensayos reunidos.1984-1998. Una de las características que hacen de él un romántico era su amor por las ruinas. Creía que restaurar las obras del pasado era meter la mano del hombre en algo que había sido obra del Creador, quien a través de los albañiles, había construido sobre todo las iglesias para gloria de Dios, por lo que restaurarlas era una blasfemia. Tenía la convicción de que había que sentir el paso del tiempo sobre la piedra.

Decía Ruskin: debemos permitir que el tiempo acaricie y destruya las obras de arte. Estaba en contra de la furia restauracionista del siglo XIX, la mayoría de las veces, reconstrucciones fantasiosas sobre las que Ruskin, que siendo un gran teórico de la arquitectura, nos previno.

Esa Inglaterra del siglo XIX, perfecta, nostálgica y armónica donde el trabajo intelectual y el manual eran una sola cosa, nunca existió, asentó el también novelista. La nostalgia de Ruskin por la Edad Media hubiera sido inaceptable para alguien como Carlos Marx quien consideraba que el progreso capitalista valía la pena gracias a que había destruido el feudalismo, lo que haría posible el capitalismo y después la sociedad socialista y la comunista.

Ruskin no era un gran lector, no estuvo al tanto de los escritores de su tiempo, salvo los libros de su materia. Leyó a Dickens y le interesó mucho Darwin. No era muy erudito, pero sí un gran dibujante que se dedicaba al estudio del diseño arquitectónico y a la admiración de la pintura. Fue gran defensor de Turner, el pintor amigo de su padre, cuya esencia residió en lo que podía ser moderno en el arte. Fue padrino de la escuela pictórica prerrafaelita, que pretendía regresar a la simplicidad de Giotto y a aquel mundo que según Ruskin había destruido el amaneramiento del arte renacentista.

El intelectual inglés tenía la idea de que había un modelo único para estudiar y criticar todas las artes y que de la misma manera en que se podía abordar una iglesia o una pintura de la Edad Media, se podía abordar el arte literario. Pensaba que la literatura era hermana escrita de la pintura,  un dilema estético de siglos.

El amor de los románticos en ese tiempo, como época de devoción cristiana intensa, de obediencia absoluta a la Iglesia y de construcción de catedrales, era lo que más apreciaba Ruskin del Romanticismo, respaldado en sus dos principales obras estéticas: Los pintores modernos y Las piedras de Venecia.

Domínguez Michael se refirió a la Venecia del siglo XVIII, de Casanova, de carnaval y máscaras, donde aquel seducía a muchas damas y desataba su pasión por el juego. Digamos que, para este personaje, Las Vegas era Venecia. Esta imagen de Venecia fue trastocada por la Revolución Francesa y la ciudad entró en su fase decadente. Después la pareja de escritores George Sand y Alfred de Musset convirtieron a Venecia, con su historia de enamorados, en el sitio privilegiado del amor romántico.

A finales del siglo XIX, cuando Marcel Proust visitó la ciudad, ya fallecido Ruskin (1900), ésta se volvió la ciudad de la melancolía, de la enfermedad, de la morbidez que anunció a la ciudad muerta, donde los escritores franceses e italianos se reúnen con los espíritus del más allá.

En Las piedras de Venecia, Ruskin da una imagen de la literatura como un registro de la búsqueda del tiempo perdido. A través del arte de Venecia, vio la única manera de capturarlo, aunque no lo expresó como lo hizo Proust, dijo el crítico.

La catedral gótica que Proust amó gracias a Ruskin, tiene mucho que ver con su manera de vivir el tiempo perdido, apuntó Rodríguez Michael.

Sobre el significado del crítico británico para nuestro siglo, la investigación literaria actual tiende a sobrevalorar la importancia de Ruskin sobre Proust, que tradujo la obra del inglés al lado de su madre. Esto, al grado de que se ha planteado que En busca del tiempo perdido, está construida a la manera de una catedral gótica. Hace 50 años la novela se veía como una interpretación filosófica de las ideas del primo de Proust, Henri Bergson, plasmadas en su teoría de la memoria, detalló Domínguez Michael.

En este siglo XXI, en el que la crítica ve el libro de Proust como una catedral literaria, se afirma que la manera en que va colocando las pinturas en su gran novela, tiene que ver con la construcción arquitectónica de la catedral gótica.

Proust consideraría después a Ruskin, su inspirador y maestro, parte de una época de su vida ya perdida, sin embargo lo despreció más tarde. El escritor francés hizo una gran crítica a Saint-Beuve y a Ruskin.

A principios del siglo XX, Proust afirmó que el tiempo no se puede atrapar a través de los ídolos, la memoria no puede permanecer en los objetos, se va de las catedrales. El tiempo perdido sólo puede ser invocado mediante la literatura. Entonces se planteó escribir un libro para buscar el tiempo perdido en el cual se demuestre paradójicamente que ese tiempo, sólo puede ser recuperado mediante el instante.

La búsqueda de Ruskin para explicar el arte de lo moderno en lo antiguo y lo primitivo, tuvo mucho eco en las escuelas literarias. La relación de Ruskin con la literatura viene por la intermediación de Proust, que como decía Harold Bloom, nos lleva de la fijeza en el monumento, a la incapacidad de cualquier arte para captar el instante, con excepción de la música.

Finalmente Christopher Domínguez Michael comentó que leído en 2020, Ruskin fue el primer gran ecologista de la tradición occidental. Consideraba que el progreso y la industria, estaban ligados a la destrucción del medio ambiente, a la pobreza extrema de las clases trabajadoras y a la pérdida del espíritu sagrado del mundo.

 

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